Cine. Hace dos décadas murió el
realizador insignia de la modernidad y una institución del arte en general.
Aunque parezca estar todo dicho sobre él, su herencia fílmica todavía depara
grandes sorpresas.
POR DIEGO BRODERSEN Revista Clarín Ñ
Fellini
durante una filmación en los míticos estudios Cinecittà, de Roma, donde
desarrolló toda su carrera cinematográfica y a los que homenajeó en
“Intervista”, filme de 1987.
¿Qué decir acerca de Fellini y su
cine que no se haya dicho en cientos, miles de ocasiones? ¿Es necesario o
siquiera oportuno reflexionar acerca de lo fellinesco cuando lo fellinesco es un sobreentendido, algo que nadie
considera necesario explicar o describir? A 20 años de su muerte, el “genio de
Rímini” sigue siendo, para muchos, algo más que un cineasta: una institución
del arte en general, realizador insignia de la modernidad y, a la vez, popular
como pocos de sus contemporáneos, en Italia o en cualquier otra parte del
mundo. Tiene sus fans y sus detractores, aunque estos
últimos suelen admirar al menos dos o tres de sus creaciones: veinte
largometrajes, tres mediometrajes realizados para filmes colectivos y un par de
trabajos producidos para la TV ,
más sus memorias y libros semi autobiográficos. Ese es el principal legado de
Fellini, aunque su influencia en el cine y la cultura han creado una suerte de
efecto potenciador, que genera la falsa impresión de una obra mucho más vasta.
Es una buena idea rever hoy algunas de sus películas con ojos frescos,
sacándose de encima prejuicios y miradas cristalizadas: más de una sorpresa
espera a aquellos que lo creían saber todo sobre su herencia artística.
Tal vez uno de los mayores equívocos
en la historia del cine sea la idea de que el neorrealismo italiano fue un
huracán renovador que echó tierra sobre todo el cine producido en Italia
durante el reinado fascista. Por cierto, fueron precisamente algunos de los
realizadores y guionistas ligados a ese “movimiento” los más interesados en
generar esa impresión de borrón y cuenta nueva. Pero filmes como El lustrabotas (Vittorio De Sica, 1946), La tierra tiembla (Luchino Visconti, 1948) o Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945) son el
resultado de un largo proceso de búsqueda de “realismo” que comienza con el
resurgimiento de la industria italiana en los años 30. Basta con ver Gli uomini, che mascalzoni (Mario Camerini, 1932), con un joven
De Sica como galán de los barrios proletarios, 1860 (Alessandro Blasetti, 1934), lectura
revisionista de la gesta de Garibaldi en clave mussoliniana o La
nave bianca (1941), canto
patriótico de Rossellini al esfuerzo de la marina italiana en tiempos de
guerra, para apreciar los basamentos del drama realista de posguerra y también
de la commedia all’italiana , tal vez el mayor legado al cine
popular europeo de los años 50. Fellini dio sus primeros pasos en la industria
del cine en los tres o cuatro años previos al fin de la guerra, junto a figuras
como Michelangelo Antonioni, Rossellini y Visconti. Algunas de sus
colaboraciones más famosas como guionista son aquellas realizadas para
Rossellini: R oma, ciudad
abierta , Paisà (1946) y “El milagro”, una de las
historias del díptico L’Amore (1948). Imbuido de las tradiciones
católicas de su país y de cierta moral de fuerte raigambre religiosa, las
historias tempranas del futuro realizador incluyen sacerdotes, posibles
milagros y la idea central de la transfiguración espiritual a partir del
sufrimiento personal. Al mismo tiempo, escenas como la de la estatua desnuda en Roma, ciudad abierta –posiblemente pergeñada por Fellini–
evidencian una mirada humorística sobre cuestiones de hábitos religiosos, cuya
apoteosis llegará casi tres décadas más tarde en la sección del desfile de moda
eclesiástico en Roma(1972).
Federico Fellini dirige a su esposa,
Giulietta Masina. Lo hizo en diversas ocasiones. De papeles secundarios a
protagonista, el rostro de Masina es inseparable del de Fellini, como
inseparables son los acordes de Nino Rota de sus imágenes. La fábula de
Gelsomina y Zampanò, la bella y la bestia, transforma a Fellini y a Masina en
superestrellas del cine internacional (Anthony Quinn, de alguna forma, ya lo
era).
La strada es el primer gran éxito en su carrera
y en ella conviven el Fellini sutil y el Fellini grosero, la tragicomedia, el
grotesco y lo circense. Masina revisita la gestualidad y la corporalidad de
Chaplin y Fellini comienza, lentamente, a abandonar ese realismo mamado en los
años de aprendizaje –presente en sus primeros tres largometrajes– para
acercarse a una mirada impresionista que revela el interior más profundo de sus
personajes. El vía crucis de Gelsomina será luego reconstruido en Las noches de Cabiria , un filme menos intenso pero más
potente. La imagen final de la cuasi mártir, caminando a los tumbos vaya uno a
saber con qué destino, con esa lágrima de maquillaje pintada artificialmente
por el más real de los llantos resume la primera porción de la filmografía del
realizador y deja limpio el horizonte para otras aventuras.
Más allá de las imágenes y sonidos de
esas dos películas, recordadas y amadas por varias generaciones, tal vez sean
otros dos títulos tempranos los que mejor han resistido el paso del tiempo, más
abiertos a posibles lecturas e interpretaciones, quizás emocionalmente algo más
“secos”.
Los inútiles (agresivo título local para “I
vitelloni”, 1953) encuentra en ese grupo de muchachones de veintipico al
antepasado fílmico más temprano del adultescentecontemporáneo.
La descripción de la vida de pueblo tiene visos autobiográficos y es un
universo al cual volverá unos veinte años más tarde, en Amarcord , aunque aquí la mirada sigue empapada
de un registro verista que aleja a la melancolía pero no así a cierta tristeza
inherente a la condición de sus protagonistas. Junto con El sheik (“Lo sceicco bianco”, 1952), Los inútiles es la máxima expresión de la commedia
all’italiana según Fellini, caldo sabroso y espeso que otros realizadores como
Mario Monicelli y Pietro Germi llevarían luego a las cimas de su negritud y
acidez.
El cuentero (“Il bidone”, 1955), en cambio, puede
ser leída como una suerte de contracara bufona de Rififi , largometraje de Jules Dassin
producido ese mismo año. Augusto es un veterano timador, especialista en lo que
podría definirse como “robo eclesiástico”. Su ascenso ha quedado muy atrás en
el tiempo y el filme se centra en su debacle y caída. Es uno de los filmes más
tristes de F. F., uno de los menos compasivos con su protagonista, y su visión
hoy demuestra que el director podía apropiarse de géneros en principio ajenos a
su sensibilidad –como el policial– y permiten jugar el juego de la ucronía, con
una posible carrera paralela como autor de películas distintas a las conocidas.
Asimismo El cuenteroinstala,
luego de su aparición seminal en El
sheik , una de las escenas
fellinescas paradigmáticas: el plano nocturno de calles, plazas y fuentes donde
vagabundean febrilmente sus criaturas.
La primera, alucinada, escena de La dolce vita anticipa un cambio, si no radical, al
menos profundo en el cine de Fellini. Cristo vuela sobre Roma, suspendido en el
aire no por la fe sino gracias a la tecnología. Junto a él, Marcello
Mastroianni saluda a unas muchachas que toman sol en la terraza de un edificio.
La biblia y el calefón, pero también un indicio de que la salvación espiritual
ya no es tan sencilla. El mundo de Fellini siempre fue triste pero ahora es
terminal, aunque el ironista nunca deja que esa mirada se tiña de gravedad. Más
allá de la Eckberg
en la fuente, la etimología de los paparazzi y Vía Veneto reconstruida en
Cinecittà, La dolce vita abandona el relato en tres actos, el
arco dramático y demás construcciones tradicionales para transformarse en un
grito de modernidad cinematográfica, al tiempo que describe un universo frívolo
y decadente, y por ello mismo sumamente atractivo. Y está Marcello, ese chimentero
con aspiraciones de literato, y alrededor suyo decenas de personajes
decrépitos, hermosos, extremos, tratando de vivir una existencia que no logran
comprender.
8 ½ (“Otto e mezzo” , 1963) profundiza aún más la estructura
narrativa ensayada en el filme anterior, cruzando sueños, recuerdos y visiones
en un mundo de por sí desvariado y extravagante. Esto es cine en primerísima
persona, un “¿Quieres ser Federico Fellini?” donde Mastroianni, metido a fondo
en la cabeza del realizador italiano, hace las veces de médium e intérprete de
sus miedos y esperanzas. Y de dos pasiones confesas: el cine y las mujeres. Más
allá de la bizantina y, en última instancia, estéril discusión acerca de si son
o no sus obras maestras, es indudable que La
dolce vita y 8 ½ encarnan, en más de un sentido, el
centro de su filmografía.
Entre Julieta de los espíritus (“Giulietta degli spiriti”, 1965) y Satiricón (1969), Fellini dirige una de sus
obras capitales, el mediometraje Toby
Dammit , basado en el cuento
“Nunca apuestes tu cabeza al diablo” de Poe y parte del filme colectivo Histoires extraordinaires (1968). Allí vuelve a algunos de los
temas de La dolce vita pero en versión definidamente
subjetiva, deformada por la visión de su protagonista, un actor británico de
visita en Roma. A esta altura de la carrera de Fellini lo onírico ha concluido
su invasión, aunque en este caso los sueños están más cerca de lo pesadillesco.
Habría mucho más cine hasta su muerte el 31 de octubre de 1993, casi la mitad
de su filmografía, pero las películas volverían una y otra vez a revisitar
territorios transitados. El Casanova
de Fellini (1975), plagado de
imágenes imposibles por lo grandiosas y extravagantes, permite ver hoy alcances
y límites de sus creaciones cinematográficas. Pero si hay allí algo inolvidable
es la tristeza de Donald Sutherland como el mujeriego titular, viendo al filo
de la muerte imágenes de su vida pasada y compartiendo el viaje con la mujer
más impensada de todas aquellas con las que compartió el lecho: una autómata
sumisa y servicial. Es como si Casanova se hubiera dado una vuelta por el
mausoleo de conquistas sexuales de La
ciudad de las mujeres (“La
città delle donne”, 1980). Ambos filmes representan, cada uno a su manera, la
puesta en tensión del machismo y el falocentrismo, una forma definitivamentefellinesca de admitir que el rey está desnudo y
que su aspecto es francamente ridículo. Tan ridículo como las acusaciones de
misoginia que el realizador recibió en ocasión del estreno de La ciudad de las mujeres , filme que se mofa de cierto
feminismo ramplón, pero cuyos dardos más agresivos están dirigidos al corazón
de ciertas ideas sobre la “masculinidad” que el cineasta notaba en vías de
extinción. Antes de eso, los recuerdos de Rímini enAmarcord (1973), una de sus creaciones más
entrañables y tal vez el filme más popular en la última parte de su carrera. Ya
en los años 80, la melancolía tiñe por completo su cine y la autoindulgencia
opaca varias de sus últimas películas, particularmente Intervista (1987), homenaje a Cinecittà que se
transforma en retrato de la decadencia literal y simbólica de esa institución.
Con plena consciencia, quizá, de que ese cine italiano a cuyos logros y glorias
él mismo había contribuido de manera tan elocuente ya no era. Ni sería nunca
más.