marzo 8, 2013 3:35 pm Publicado en: Actualidad, Internacionales, Patillazos
Ayer, Nicolás Maduro anunció a Venezuela y
al mundo entero que el cuerpo de Chávez será embalsamado para que el pueblo pueda
verlo “eternamente” y rendirle tributo. “El cuerpo de Chávez será embalsamado
para que pueda ser visto eternamente en una urna de cristal”. En el año de
1982, el premio Nóbel de Literatura, Grabriel García Márquez, publicaba en el
diario El País (España) un artículo titulado El Destino de los Embalsamados. Dada la pertinencia del
caso, se lo traemos para su lectura
Como uno de los chismes periódicos que
divulgan las agencias de Prensa, ha surgido ahora la versión de que el cuerpo
de Lenin que se exhibe en la plaza Roja de Moscú es, en realidad, una estatua
de cera. Se dice que un sobrino de Stalin llamado Budu Svakadze reveló el
secreto en ufi libro que el KGB no pernlitió publicar en 1952, pero que una
copia del manuscrito logró llegar a Israel por correos clandestinos, y desde
allí ha sido difundida al mundo por el Jerusalem Post. Todo esto es tan
difícil de comprobar, que tal vez el método más útil sea tomarse el trabajo de
viajar a Moscú, hacer la cola de tres horas bajo las nieves de enero y entrar
en el glacial y denso edificio de mármoles incandescentes para tratar de
averiguar con ojos propios qué puede haber de cierto en este folletín
trasnochado.Yo lo hice en las dos únicas ocasiones en que he estado en la Unión Soviética
-en 1957 y en 1979-, y en ambas tuve la impresión de que el cuerpo de Lenin
estaba hecho de su materia natural, aunque es fácil entender que un visitante
distraído, o demasiado incrédulo, se sienta inclinado a pensar que es una
estatua de cera. La primera vez, el cuerpo de Lenin yacía en su urna de
cristal, a la derecha del cuerpo de Stalin, que todavía entonces se consideraba
digno de aquella gloria de formaldehído. Lenin había muerto 33 años antes, y
Stalin, apenas cuatro, y la diferencia se notaba. Este último parecía irradiar
un aura de vida, y su bigote histórico de tigre montuno apenas si ocultaba una
sonrisa indescifrable. Lo que más me llamó la atención -como ya lo dije en los
reportajes que publiqué en aquella ocasión- fueron sus manos delgadas y
sensibles, que parecían de mujer. De ningún modo se parecía al personaje sin
corazón que Nikita Jruschov había denunciado con una diatriba implacable en el
vigésimo congreso de su partido. Poco después, el cuerpo sería sacado de su
templo glorioso y mandado a dormir un sueño sin testigos, y tal vez más justo,
entre los muertos numerosos de los patios del Kremlin. Muy cerca de la tumba de
Jdhn Reed, el único norteamericano que alimenta las rosas de aquel jardín
quimérico.
El cuerpo de Lenin era menos impresionante,
porque estaba menos conservado. En efecto, 33 años son muchos, aun para los
muertos, y también en ellos se notan, a través del tiempo, los artificios del
embalsamamiento. Al lado de la cabeza de Stalin, enorme y maciza, la de Lenin
parecía tan frágil como si fuera de vidrio, y su semblante oriental parecía
llegarnos de muy lejos. Tal vez buena parte de esa degradación había sido
heredada de sus dos últimos años de vida, que para Lenin habían sido de
sufrimientos. En 1922 había sido operado para sacarle una bala que le quedó en
el cuello del atentado de agosto de 1918, y el brazo izquierdo le quedó sin
vida. El año siguiente sufrió varias recaídas, perdió el habla, se redujo a la
nada su fabulosa capacidad de trabajo, y el 21 de enero de 1922 murió devastado
por la arterioesclerosis cerebral. Su cerebro, extraído para embalsamar el
cuerpo, tenía la consistencia árida de una piedra. La inutilidad del brazo
izquierdo se notaba aun después de embalsamado, y la erosión general del
cadáver, que ya era evidente la primera vez que yo lo vi, lo era mucho más la
segunda, cuando ya habían transcurrido 55 años de la muerte. Pero en ningún
caso me pareció una estatua de cera, entre otras cosas, porque la cera no tiene
la buena virtud de envejecer.
En realidad, lo que mas me estremeció en
las dos ocasiones en que vi la momia de Lenin fue la impresión ineludible de
que el cuerpo no se conservaba completo bajo las sábanas de la urna, sino que
lo habían cortado por la cintura para facilitar la conservación.
Hasta el pecho, en efecto, el relieve del
cuerpo era convincente, pero luego se confundía con la superficie del mesón
donde estaba acostado, y se dejaba la puerta abierta a cualcluier aventura de
la imaginación. No era fácil soportar la idea de que la muchedumbre que
desfilaba por el mausoleo le estaba rindiendo tributo a un héroe Partido por la
mitad, cuya parte inferior se había podrido y convertido en polvo en algún
basurero distinto.
En todo caso, estas suposiciones son
posibles por la mala costumbre de conservar cadáveres para ser adorados por la
muchedumbre. Nada se parece menos a la imagen que se tiene de un hombre o una
mujer memorables que sus desperdicios mortales arreglados como para una fiesta
funeraria. Los motivos de los egipcios eran perdonables, porque creían que
mientras se conservara el cuerpo se conservaría también el espíritu, y en
ningún caso embalsamaban a sus faraones para la exhibición pública. Los
católicos, al revés, piensan que la conservación casual del cuerpo es un
indicio de santidad, y lo exponen en sus templos para deleite de sus fieles.
Pero es difícil encontrar una justificación doctrinaria para la costumbre
creciente de los regímenes comunistas, que parecen confundir el culto de los
héroes con el culto de sus momias. Es el caso en Bulgaria, donde se conserva el
cuerpo de Dimitrov, y el caso de China, donde se conserva el cuerpo de Mao, y
el caso de Vietnam, donde se conserva el cuerpo de Ho Chi Min. No se necesita
ser un visionario para suponer que Kim II Sum, el presidente de Corea del
Norte, que desconoce por completo el dulce encanto de la modestia, debe estar
ya ansioso por someter su cuerpo glorioso a los buenos oficios de sus
embalsamadores.
Por fortuna, Cuba sentó un precedente
ejemplar para este lado del mundo con las manos del Che Guevara,, que
fueron cortadas por la CIA
para una identificación a fondo por las huellas digitales. Un antiguo
funcionario del Gobierno boliviano que desertó de su cargo las llevó después a La Habana , y no faltó quien
sugiriera la idea de conservarlas para el culto público. Fidel Castro, que
tiene la buena costumbre de llevar estos problemas hasta la última instancia,
lo consultó con las muchedumbres al final de un discurso en un acto de masas.
La respuesta, que era la que Fidel Castro esperaba, fue unánime y rotunida: nones.
Hay en América Latina otros antecedentes
que no son tan consoladores. El general Antonio López de Santa Ana, que gobernó
a México varias veces desde 1833, perdió la pierna derecha en la guerra contra
los invasores franceses y la hizo enterrar en la catedral, bajo palio de obispo
y con todos los honores militares y religiosos, en unos funerales babilónicos
presididos por él mismo. Más tarde, el general Alvaro Obregón perdió el brazo
izquierdo por una bala de cañón que le disparó Pancho Villa en la batalla de
Celaya, y su mano se conserva todavía en la ciudad de México, achicharrada por
el formol, en un monumento público, que por razones inescrutables se ha
convertido en un sitio de peregrinación de los jóvenes enamorados. El caso más
extraño de nuestro tiempo es el del cadáver de Evita Perón, que desapareció de
Buenos Aires después de embalsamado y repareció muchos años después en Italia,
bajo la responsabilidad del Vaticano. El hombre que la embalsamó era un catalán
grandilocuente que montó guardia en la antesala de la enferma durante las
largas semanas de su agonía, pues debía proceder al embalsamamiento en el
instante mismo de la muerte para una conservación más convincente y duradera.
Mientras esperaba, les hacía ver a los visitantes ilustres el álbum de fotos de
sus trabajos más notables. Y entre ellos, su obra maestra: un niño de
Montevideo que había muerto a los siete años, y cuyos padres lo hicieron
embalsamar sentado en una sillita y vestido de marinero. Todos los años,
durante muchos, sus hermanos le celebraron el cumpleaños con los que fueron sus
amigos, hasta que todos crecieron, y se casaron y tuvieron otros hijos para
embalsamar, y el pobre niño embalsamado, en su sillita de madera y con su
vestido de marinero, quedó a merced de las polillas y el olvido en un ropero
del dormitorio.
Copyright 1982 Gabriel García Márquez-ACI.