COLUMNA DE PAPEL Juan Yáñez
La luz que entraba a raudales en el Castillete de Macuto, -morada del máximo artista plástico que dio Venezuela- nunca imaginó que sería imposible sin su deslumbradora presencia la realización de la obra reveroniana. La luz hoy es la misma, solo que lleva ya tiempo sin iluminar aquel espacio que compartiera con Juanita, su amiga, compañera y modelo; sus animales, sus objetos y sus tan queridas muñecas, pobladores todos de su universo mágico.
Hasta el presente aún no nos hemos recuperado -en nuestro ánimo y espíritu- de aquel doloroso suceso que se dio en llamar: la “Tragedia de Vargas” y tristemente tampoco sabemos cuando se concretará la ansiada reconstrucción de aquel distrito tan afectuosamente recordado y que significó mucho para su gente y para la identidad venezolana. Aquel Castillete que Reverón construyera paulatinamente con planes llanos, espontáneos, de acuerdo a sus ideas, necesidades o caprichos ya se ha ido para no volver.
Muchos de nosotros conocimos ese entorno, ya para entonces convertido en museo y adaptado para la correcta conservación y mantenimiento de lo que allí sobrevivía. El tiempo que todo transforma, había seguramente e inevitablemente desvirtuado su primigenia originalidad. Sin embargo lo que allí se preservaba era una elocuente muestra de la cotidianidad, de la intimidad, de los rudimentos de la diaria existencia del artista. Allí estaban sobresaliendo entre rocas, mecates, cocoteros, enramadas, cañas, palmas secas y un sin fin de artilugios, construcciones precarias, senderos y estancias, las dichosas muñecas, símbolos de virtuales presencias femeninas que el pintor dotó de alma, corazón y vida.
Allí se conservaba dentro del muro perimetral, el caney central, la torre campanario, la pileta. Allí también encontrábamos la estancia subterránea en la que el pintor se aislaba para abstraerse, para modular sus crisis y así templar su ánimo. Las lajas, las rocas marinas que apiladas verticalmente y fijadas con cemento constituían la entrada del castillete con apariencia de capilla. En lo alto de su dintel se hallaba la cruz cristiana como emblema de una perenne bendición. Al traspasar la puerta hecha de madera sólida en reemplazo de la que otrora construida con troncos y entre sus espacios dejaba ver su interior. La enramada que después volcara al lienzo estaba allí. El bar de las muñecas con su sutil iluminación penumbrosa propia de esos espacios alcanzaba vida en la hierática presencia femenil con alma de trapo. Todo lo allí establecido, edificado, plantado o sencillamente asentado, mostraban por si mismos la más pura intención de un hombre preocupado por adaptar el entorno a su temperamento. Reverón fue un anacoreta y el Castillete su ermita; su ascetismo está reflejado en la casi totalidad de su obra. El Castillete fue además de un símbolo, su taller, su hogar, su espacio físico necesario para su estancia transitoria en la vida. Allí lo subjetivo se encontraba con lo real, la simplicidad, la humildad de los materiales que empleaba cónsonos al medio, a la pródiga naturaleza y a su ilimitado espíritu poético. Ya con posterioridad a la desaparición del maestro fue construido anexo al Castillete, un museo que en su estructura y concepción era ciertamente opuesto a la personalidad de Reverón. A pesar de todo intentaba cumplir las necesarias funciones propias del resguardo, conservación, exhibición e investigación de la obra reveroniana. Ya nada de eso existe, se lo llevaron las aguas del deslave. La presente generación y las futuras tendrán el compromiso de rescatar ese solar de Macuto y disponer su reconstrucción lo más fidedignamente posible. Afortunadamente se conservan elementos y documentación suficiente para aproximar su legitimidad.
A pesar de la indiferencia de los que se debieran ocupar de rescate de todo aquel patrimonio, el maestro sigue por allí todavía. Lo encontramos en el paisaje, en el color, en el mar, en la brisa y por sobre todo en la luz desbordada del Caribe…
Publicado en el Diario La Antena de San Juan de los Morros, Venezuela el 14.02.10